miércoles, 26 de mayo de 2010

El Avaro, de Molière

Hace ya algunas semanas que fui a ver esta obra teatral, El Avaro, actualmente y hasta el próximo 30 de Mayo (tendréis que daros prisa los que aún no la habéis visto) se está representando en el Teatro María Guerrero de Madrid, con un gran éxito de público, en funciones de martes a sábado a las 20.30 y los domingos a las 19.30.

Un puño cerrado y un explicito adjetivo nos ilustran y anticipan el concepto de la obra, y no importa si se trata de una adaptación del clásico de Molière, en este caso a cargo de Jorge Lavelli. Hay temas eternos, que nunca bajaran del estrado y hoy más que nunca nos apuramos en cerrar el puño, ese puño que nos gusta tener tan lleno.

Todos somos un poco Harpagón, la avaricia y la codicia son males universales, pero si es cierto que Harpagón (Juan Luis Galiardo) personifica al avaro por excelencia. Ese personaje, casi inhumano, capaz de destruir hasta su propia familia si con ello consigue un buen beneficio económico. No hay nada más importante para él que sus dineros, esa es su única motivación, la que puede exaltarlo de alegría o hundirlo en una pesarosa pesadilla.

La profunda y singular interpretación que Galiardo hace del clásico personaje aporta cierta frescura que el espectador agradece. El actor aprovecha su cariz cómico para humillar a ese Harpagón, esa anticonducta social, con la ilusoria meta de hacerlo desaparecer de la realidad.

Es una obra para disfrutar, para aprender y reflexionar. Los rostros empolvados de los actores son la perfecta excusa para una simbiosis de personas y personajes que fomenten esa reflexión interior. La conclusión es clara y queda totalmente sentenciada desde la primera escena sobre las tablas, Harpagón se convierte en el centro de la diana y todas las miradas disparan a su conducta.

Una puesta en escena sobria, simple pero cuidada, en un entorno admirable como es el María Guerrero, con numerosos actores sobre el escenario, unos más destacables que otros pero todos ellos eclipsados por la figura más mediática, Galiardo, que además ejerce un doble papel, el de protagonista y productor y con ello peca de intereses probablemente más avaros que los del propio Harpagón.

Así se configura una obra amena e interesante, digna de hacer mención, llena de simbolismo y con una ingenua intención de cambio social que se disipará a medida que te alejes del teatro, debiéndose conformar con el recuerdo de un rato entretenido, con risas y hasta canciones.

¡Toda una grata sorpresa!

Fotografias del Ministerio de Cultura.  

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